Era un día primaveral, soleado,
con mi caballo el campo recorríamos,
a lo cotidiano le dábamos sentido,
y en diversión a ese andar convertíamos.
Aquel caballo negro de singular belleza,
con su mansedumbre arropaba el alma,
ignotas horas iluminaba con su nobleza,
y a la desventura le brindaba calma.
La tarde se presentó apasible,
surcada por una brisa candente,
envuelta en un aroma indescriptible,
a pasto fresco, azahares y pan caliente.
El extenso llano al trote cruzamos,
con sus ojos negros y seguro andar,
juntos en ese devenir transitamos,

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